Dolores ‘La Colorina’ (Dolores Cuesta Cañete)

La más veterana y peculiar criada de los García Lorca, Dolores Cuesta Cañete, apodada La Colorina, porque su padre, conocido como el Pae Santo por su empeño en amortajar a todos los difuntos del pueblo, vendía canarios. Nació en Íllora (o en Láchar, según otras versiones) hacia 1870. El año es aproximado porque ni ella misma lo sabía. En la hoja del padrón municipal de Granada de 1910, cuando todos se trasladaron de la Vega a la Acera del Darro, consta que nació el 10 de febrero de 1868. En el censo de 1914, en cambio, su nacimiento está datado el 15 de marzo de 1870. En el padrón de 1921, cuando ya vivían en la Acera del Casino, Dolores sorprendentemente no consta. Esta confusión, cuando le preguntaban, la solía resolver diciendo que había nacido en la misma fecha que “mi señora” Vicenta Lorca, en 1870.  Entró al servicio de la familia cuando aún vivían en Fuente Vaqueros como ama de cría de Francisco (nacido en 1902) y los siguió a Granada con una fidelidad tenaz. Los acompañó durante el trágico verano de 1936 y cuando, una vez asesinados Federico y su cuñado Manuel Fernández-Montesinos, se refugiaron en su último domicilio en la calle Manuel del Paso. Fue ella la que trajo a la casa la noticia de que había caído Madrid, lo que motivó que Federico García Rodríguez ordenara la partida de todos al exilio. La distancia no disminuyó la fidelidad y esperó hasta que los Lorca regresaron a Madrid en 1952. La Colorina inspiró a Federico muchos de los personajes, en particular los de las criadas y amas de sus comedias y personajes secundarios como la Vieja Pagana de Yerma, aunque Isabel García Lorca opina (Recuerdos míos), al contrario, que fue Federico el que iluminó la fantasía de la criada.

A pesar de su carácter fuerte y disposición a cuidar de todo y de todos, hasta el extremo de provocar los celos de Vicenta Lorca con sus manifestaciones de cariño hacia sus hijos, Dolores estaba marcada por una historia dolorosa. Tras la muerte de su primer marido contrajo matrimonio con otro hombre de carácter violento que llegó a maltratar a una de sus cuatro hijas. La reacción de Dolores, ante la imposibilidad de criar a su prole, fue ingresar a las niñas de golpe en el hospicio. Las protestas de las monjas que regentaban la institución no sirvieron de nada ante el empeño de la madre.

Dolores tuvo una fidelidad absoluta a la familia Lorca durante toda su vida. La siguió en todas sus mudanzas y trató a los cuatro hermanos como a sus hijos, lo que provocó los celos de doña Vicenta.

“Yo recuerdo a Dolores”, rememora Francisco García Lorca en sus memorias, “vestida de negro, lo que no iba con su carácter alegrísimo. Tenía un lenguaje pintoresco; algunas expresiones suyas han pasado a la obra de Federico”. Era analfabeta por convicción: todos los esfuerzos de Vicenta Lorca por enseñarla a leer y escribir fueron inútiles. Nunca aprendió a pronunciar “catedral”; a pesar del empeño de Isabel una y otra vez repetía “catedrá”. Su amor por los cuatro hermanos García Lorca fue desmesurado: les concedía todos los caprichos y les seguía el juego cuando inventaban, sobre todo Federico, alguna diablura en la que La Colorina debía participar obligatoriamente. Francisco recuerda cómo un día en que fue a recoger a su hermana Concha al colegio de Calderón, regido por una congregación de monjas francesas muy dominantes, amenazó con “cortarle el cuello a sor Garnier”, una de las religiosas, cuando descubrió que la niña estaba confinada en un cuarto estrecho y sin luz por su supuesto mal comportamiento. Solía utilizar con los hermanos el posesivo (mi Paco, mi Federico…) lo que irritaba al parecer a doña Vicenta.

En la casa de Acera del Darro, La Colorina fue protagonista indudable y competía conscientemente o no con la madre. Así, al menos, es como lo recuerda Isabel en sus memorias, que dedica a la criada un capítulo completo: “Yo veía a Dolores como la dueña de todo, y en aquella maravillosa cocina de la Acera del Darro, 60, era la reina y yo una visita permanente”. Como la Tía y la Ama de Doña Rosita, todos los domingos reñía con doña Vicenta, que solía acabar indefectiblemente la disputa con un “¡no sé por qué la aguanto!”. “Nuestra casa fue realmente la suya y nosotros casi sus hijos”, sentencia Isabel. Cuando doña Vicenta enfermó y tuvo que pasar temporadas en una clínica en Málaga el peso de la casa recayó sobre La Colorina e Isabel García Rodríguez, hermana del padre de Lorca que vivió con ellos desde el traslado a Granada en 1910.

Aunque detestaba a los curas, cuando avistaba algún problema irresoluble acudía a la vecina Basílica de la Virgen de las Angustias. La competencia sorda que tenía con doña Vicenta se transformaba en cariño y complicidad con los niños a los que seguía el juego. Isabel recuerda que se alimentaba con café y que acompañaba hasta la madrugada a sus hermanos en las partidas de tute. Ella era la que preparaba a Federico los “cafés iluminados”, un bebedizo al que agregaba un generoso chorro de aguardiente.

A Federico lo apodaba Foederis Arca, es decir, Arca de la Alianza, locución cuyo significado ignoraba pero que le sonaba de la letanía con que culminaba el rezo del rosario. Y cuando en octubre de 1932 La Barraca viajó a Granada y representó en el antiguo cuartel de Santo Domingo los Entremeses de Cervantes, La Colorina estaba en primera fila. Su afición al teatro no fue pasiva. Isabel recuerda cómo Federico la incluyó, con un aparatoso maquillaje junto a otras criadas, en una representación casera de El alcázar de las perlas, de Villaespesa, cuyos versos llegó a memorizar. Esa misma noche, recuerda Francisco García Lorca, y con la caracterización teatral reforzada con un paraguas, Federico la retó a ir de esa guisa al Teatro Cervantes a comprar cacahuetes. Por supuesto aceptó.

La Colorina estuvo disponible para las duras y las maduras. Tras el asesinato de Federico y su cuñado, el alcalde socialista de Granada, la familia se refugió en la calle Manuel del Paso. “Venía Dolores de recoger un par de zapatos de mi madre”, escribe Manuel Fernández-Montesinos García-Lorca en sus memorias. “Venía corriendo y llorando y dando gritos. Aparte del terrible mensaje que traía, lo que me impresionó era que llevara ese par de zapatos de mujer en la mano y que, para enjugarse las lágrimas, se subiera las manos a la cara, sin soltarlos, mientras seguía gritando medio escondida detrás de los zapatos negros que se mecían delante de sus pequeños ojos como dos ahorcados. Traía la peor noticia: `¡Ha caído Madrid! ¡Ay, ha caído Madrid!”. Fue el comienzo del exilio.

A pesar de la separación durante la guerra, precisa Isabel, “siempre se pensaba en Dolores, se le ayudaba. Paco no dejó nunca de hacerlo y, cuando murió [en una fecha tan imprecisa como la de su nacimiento, allá por los años cincuenta], encargó para ella un entierro solemne […]. El asombro de Paco no pudo ser mayor cuando se encontró con que ella lo había dejado todo previsto, todo elegido, todo arreglado y pagado: había ahorrado toda su vida para su entierro”.

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